En su primera homilía como Papa y hablando en italiano, sin leer ningún texto, Francisco Primero ha observado que las tres lecturas tienen algo en común: “El movimiento. En la primera de ellas, el movimiento es camino; en la segunda el movimiento está en la construcción de la Iglesia; en el Evangelio, el movimiento está en la confesión. Caminar, construir, confesar».
El Pontífice de la iglesia católica ha recordado que lo primero que Dios dijo a Abraham fue: «Camina en mi presencia y sé perfecto. Nuestra vida es un camino. Cuando nos detenemos, hay algo que no funciona. Caminar, siempre, en presencia del Señor, a la luz del Señor, intentando vivir con la perfección que Dios pide a Abraham».
«Construir – ha dicho-. Edificar la Iglesia. Se habla de piedras: las piedras son consistentes; pero son piedras vivas, piedras ungidas por el Espíritu Santo. Edificar la Iglesia, la Esposa de Cristo, sobre la piedra angular que es el Señor mismo».
«Confesar… Podemos caminar cuanto queramos, podemos construir tantas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, no vale. Nos convertiríamos en una ONG piadosa, pero no seríamos la Iglesia, esposa del Señor. Cuando no andamos, nos detenemos… retrocedemos. Cuando no se construye sobre las piedras, ¿qué pasa? Nos pasa lo mismo que a los niños cuando hacen castillos de arena en la playa: terminan cayéndose porque no tienen consistencia». Y, citando a Leon Bloy ha afirmado: «El que no reza al Señor, reza al diablo» porque «cuando no se confiesa a Jesucristo se confiesa la mundanidad del demonio».
«Caminar, edificar, construir, confesar. Pero no es tan fácil, porque cuando se camina, se construye, se confiesa, a veces hay sacudidas, hay tirones, que no son movimientos propios del camino porque nos hacen retroceder».
«En el Evangelio», incluso Pedro, que ha confesado a Jesucristo, le dice: «Tú eres Cristo, el hijo de Dios vivo. Yo te sigo, pero no hablemos de la Cruz. Es algo que no tiene nada que ver… Te sigo, sin la Cruz». Pero cuando caminamos sin la Cruz, cuando construimos sin la Cruz y cuando confesamos a un Cristo sin la Cruz… no somos discípulos del Señor: somos mundanos; somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor”.
“Y yo quisiera que todos, después de estos días de gracia, tengamos el valor; sí, el valor, de caminar en presencia del Señor, con la Cruz del Señor, de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor que se derramó en la Cruz; y de confesar la única gloria: a Cristo crucificado. Y así, la Iglesia irá hacia delante. Deseo para todos nosotros que el Espíritu Santo y la oración de la Virgen, nuestra Madre, nos conceda esta gracia: caminar, edificar, confesar a Jesucristo”.
El Cristo de la Cruz y el Cristo de los Tres Días
Cristo en Jesús pasó por la ‘amarga copa’ del martirio, la sangre y la Cruz como pago por la deuda de la Caída del Hombre en Adán, y por el crimen de Caín sobre Abel. Desde la Caída y este crimen generacional, no de un hombre, sino de una estirpe generacional, la generación de los Santos…porque eso fue el asesinato de los Cainitas sobre los Santos de Abel: un genocidio… y desde tales episodios determinantes el Hombre cae de la Gracia y se aleja del Plan de Dios y su existencia se rige por la Ley del pecado, de la muerte y de la eterna deuda que le sujetaba a los designios infernales.
Cristo Jesús paga estas deudas en el nombre de los Hombres y por los Hombres: los 12 días de martirio y el derramamiento de su sangre y la muerte carnal, física, en la cruz son señales de pago y esto pone fin a la Ley del pecado y deja en condiciones de Gracia también a los Cainitas. La redención de los santos sucederá más tarde, en los Tres Días, al despertar a los santos del Sueño de la Espera y hacerlos entrar bajo la Ley de Resurrección hasta la derecha del Reino de Dios Padre. Es decir, la cruz no es la redención de los santos, sino el pago por el pecado de los Cainitas. Los santos son alzados y elevados en los Tres Días de Victoria posterior a la cruz.
La identificación actual con la cruz, la sangre y la muerte física de Jesús es la reivindicación del Cainita que debe aún asumir que su estado de vida ha cambiado por este pago supremo de Cristo en Jesús; y debe recordarlo y seguirlo porque aún se siente, se asume y vive bajo el pecado, y sí reconoce que en la cruz está la señal de su Salvación, pero luego vuelve al pecado, y se sujeta nuevamente a la cruz.
La actitud del Consagrado en Cristo es distinta: se asume elevado por la Gracia, y se libera de la ley del pecado, no de la condición pecadora de la carne y de la influencia del Mundo, sino de la ley del pecado cuan mácula imborrable; pues la Ley de Cristo es superior al pecado, y al Consagrarnos en Cristo estamos libres de pecado porque Cristo es superior a todo pecado. Porque en Cristo, cuan Dios Vivo, el Consagrado puede purificar su carne, su mente, y su mundo, y debe sembrar a Cristo entre los Hombres, confesándolo en sus actos, en su moralidad, rectitud y coherencia.
Quienes ejercen sacerdocio en el nombre de Cristo son y deben ser Consagrados. Y el Consagrado es parte activa de la Estirpe de los santos, de Abel, y no de Caín. Por lo mismo es apostasía y negación elevar una mayordomía sacerdotal en el nombre de Cristo y declararse Cainitas reivindicados por la cruz, y no Salvos por los Hechos acontecidos en los Tres Días posteriores a la cruz, cuando Cristo Dios cambió la Ley de Vida del Hombre de esta Tierra.
Está claro: el jefe de la institución católica pone el piso de su doctrina en la misma vereda de siempre, y pretende desde ahí provocar cambios que no son posibles si se sigue afirmando la validez del pecado por sobre la santidad de Cristo, y la cruz por encima de la Liberación de los Tres Días, y la sangre derramada sin acudir al Agua Viva de Nuevo Hombre Salvo.