Mirar sus ojos es sonreír, es ver pureza y perfección de Creación, es paz al alma, goce de los sentidos, alegría siempre, luminosidad permanente, es… es algo que cuesta describir… como el amor. Ver su fondo es como ver la profundidad de un mar transparente con vida en permanente movimiento, cambiantes colores, destellos de luz reflejada, fulgor de dos pequeños soles con natural calidez. Ojitos bien abiertos, globitos perfectos en búsqueda inquieta de otros iguales para igual sonreír en medio del ruido mundanal. Lamparitas que todo lo ven bello, o que sólo ven la belleza en lo que aún no es tal. Ternura infinita que le transmite su corazón como recordándonos siempre que todo nace del amor.
¡Quisiera volver a ver con esos ojos! clamarán algunos, que han quedado ciegos por explosiones de guerra, por imágenes de maldad, bañados con lágrimas de tristeza que distorsionan la realidad, por no querer abrir los párpados para soñar con un mundo mejor… y ya no con tanta maldad. Pero también cerramos los ojos al orar, como queriendo ver a Dios en nuestro imaginar. Y al abrirlos, luego de esa atesorada intimidad, tenemos un momento de mirar como cuando éramos niños sin querer los ojos cerrar. Porque hasta el enojo de otro ya no es tal, porque el Mal se enceguece por ese resplandor, porque nuestro espíritu ha tomado el control, para ver lo que Dios quiere que veamos a nuestro alrededor. Nuestro Salvador nos decía: ‘Sed como uno de estos criaditos, porque si no sois como uno de ellos, no sois míos’. Nos quería decir que el que no mira con los ojos de la inocencia no puede ver y ser parte de la Obra manifiesta de nuestro Dios.
Hoy Cristo nos dice lo mismo, a pesar de estos tiempos difíciles. Y es justamente hoy cuando debemos disponernos a esta inocencia para ver todos los cambios que Dios está ejecutando en estos momentos, y que el Hombre envejecido por el rigor de este mundo no puede ver, porque ciego está. Justamente, más ciego es quien no quiere ver, y menos verá a Dios quien desvía la vista a lo que el mundo le ofrece con tanta ‘facilidad’.
Tener a un pequeñito a nuestro lado es una maravillosa bendición, porque sus ojos acusan lo que está bien y lo que está mal. Son nuestros pequeños ‘maestros’ en el observar, en el hacer, en el amar. Nada más fuerte y poderoso que unas pequeñas manitos, porque es ahí donde las manos de Cristo están.
Si queremos ver y entrar de los primeros al Reino de los Cielos, nada más seguro que siendo y mirando como un niño… sin importar la edad.
Con los ojos del Sacerdocio de Cristo.
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